Historia

El Monte Alverna entra en la historia de los grandes lugares santos del mundo gracias a un encuentro cargado de humanidad, de cortesía y de comunión espiritual. En la primavera de 1213, Francisco de Asís junto a Fray León estaban atravesando la región de Montefeltro cuando oyó acerca de una fiesta en el Castillo de San Leo: ¿se trataba de la investidura del algún caballero? Era la ocasión para encontrar gente, de hablar del Evangelio, del Amor. Subió al Castillo mientras, quizá, en la plaza se desarrollaba una competencia de juglares.

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Se subió a un pequeño muro y lanzo el tema de su canción de Amor: tanto es el bien que espero, que toda pena me es delicia. Sus palabras fueron así vibrantes que los ojos y la mente de todos eran como atraídos hacia él. Entre los escuchas estaba el Conde de Chiusi en el Casentino, Orlando Catáneo. A medida que lo escuchaba, sentía crecer en él la necesidad de hablar con aquel hombre nuevo, de abrirle su corazón acerca de los acontecimientos de su alma. Terminada la predica, se lo pidió. Francisco estaba feliz de esto pero primero quiso que cumpliera con los deberes de la cortesía y de la amistad: Primero honra a tus amigos que te han invitado a la fiesta y come con ellos, y después de comer hablamos todo lo que quieras. El encuentro fue intenso. El Conde encontró luz en las palabras del hombre de Dios, pero el dialogo le hizo intuir también algún reflejo del alma de Francisco. Quiso hacerle un regalo que le parecía acorde con su deseo de ser todo de Dios, a su búsqueda de soledad: En Toscana, tengo un monte devotísimo que se llama Monte Alvernia, el cual es muy solitario y selvático y estaría muy bien para quien quisiera hacer penitencia, un lugar alejado de la gente, o para quien desea hacer vida solitaria. Si te gusta, con placer te lo regalaría a ti a tus compañeros para salvación de mi alma. El ofrecimiento gustó a Francisco. Poco tiempo después mandó a dos de sus compañeros a verlo y habiendo confirmado con sorpresa que cuanto el Conde decía se correspondía con la verdad, aceptó el monte con gran alegría.

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Las Florecillas narran que cuando Francisco llego a la falda del Monte, fue recibido de una bandada de pájaros que con el batir de las alas mostraban su alegría haciendo fiesta. Francisco dijo a sus compañeros frailes que esto era un signo de aceptación divina: a Nuestro Señor Jesucristo place que habitemos en este lugar solitario. Asi, el Alvernia se convirtió uno de los eremitorios en los cuales cada año él amaba pasar largos tiempos de retiro. No sabemos cuantas veces subió. Conocemos al contrario lo hechos de la Cuaresma de San Miguel que pasó allí al final del verano de 1224. Quizá haya sido su ultima vez en el Alvernia. Estaba ya cansado y enfermo. Había renunciado a guiar personalmente la Orden: había obtenido ya la seguridad de la aprobación de la Regla de parte del Papa Honorio IV (29 de noviembre de 1223).

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En ella, había dado a los frailes la medula del Evangelio, ese era el camino a seguir. Para él había comenzado como un nuevo itinerario de intimidad con el Señor. Nueve meses antes, la celebración de la Navidad le había permitido de ensimismarse en la experiencia de la pobreza de la Encarnación (Pesebre de Greccio 1223). Ahora lo esperaba el culmen de la experiencia del Amor, el dar la vida. En el Alvernia tuvo el coraje de pedir exactamente esto en sus noches de oración, de soledad y de arrobamiento: probar un poco del amor y el dolor que Jesus sintió en los momentos de su Pascua de Muerte y Resurrección. Fue escuchado y, cerca de la Fiesta de la Exaltación de la Cruz (14 de septiembre), su cuerpo fue signado con las mismas llagas del crucifijo.

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Incluso más, en sus manos y en sus pies se formaron como protuberancias a forma de los clavos. Nunca la historia había contado algo similar. Cerca de veinte años antes (1205/6) había comenzado a Seguir el Evangelio del Señor escuchando la Palabra del Crucifijo de San Damián. Aquellas palabras y aquella imagen se le habían impreso en el corazón. Ahora se manifestaban en su carne. Fue su pascua: la liturgia de la Fiesta de las Llagas aplica a Francisco las palabras de San Pablo: “Estoy crucificado con Cristo y no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mi… de hecho yo porto las llagas de Jesus en mi propio cuerpo (Gál 2,20; 6,17).

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Francisco se había convertido en la palabra de amor que por años había meditado, vivido y anunciado. Hacia finales de septiembre dejó el Alverna. Durante dos años intentó esconder los signos del prodigio. Solo pocos íntimos supieron antes de su muerto (3/4 de octubre de 1226). El Alvernia, habitado, amado y custodiado por los hijos de San Francisco, nace y ahonda sus raíces en este evento histórico y misterioso. “A causa de la experiencia singular que Francisco allí tuvo de Cristo, almas meditativas lo cuentan entre los altos lugares del espíritu (Pablo VI). El Alvernia tiene en si mil mensajes de belleza, de fuerza, de silencio, de búsqueda, de paz… pero todos son una tenue vibración de aquella noche en la cual el Monte Alverna parecía que ardiese en llama espléndida, la cual resplandecía e iluminada todos los montes y valles del entorno, como si fuera el sol sobre la tierra.

Visitar el Alvernia es asomarse un poco a este misterio, pedir de exponerse a esta luz.